Nota de "The Guardian" publicada en el suplemento IEco de Clarían, el 14 de junio de 2015
- Evgeny Morozov - Traducción: Susana Manghi
El nuevo “capitalismo de plataforma” no difiere tanto de su predecesor. Lo que cambia es quién embolsa el dinero. En el glorificado “capitalismo de plataforma”, el modelo de empresas que compiten por los clientes es reemplazado por otro más participativo y aparentemente más horizontal, en el cual los clientes se contactan directamente entre sí. “Lo que no se dice es que la mayoría de las principales plataformas actuales son monopolios, montados sobre los efectos de red de operar un servicio que se vuelve más valioso cuanta más gente lo utilice”.
La era del “capitalismo de plataforma”
Casi no pasa día sin que alguna tecnológica proclame que quiere reinventarse como plataforma. En marzo, cuando Corea del Sur prohibió Uber, la compañía de “viajes compartidos”ofreció a los taxis locales usar su plataforma.
Facebook hizo una jugada similar a comienzos de mayo: tras haber tenido problemas con su esfuerzo pseudohumanitario para proveer acceso gratuito a Internet mediante un proyecto llamado internet.org, prometió, también, convertirlo en una plataforma. Ahora, los usuarios de internet.org, en su mayoría pertenecientes al mundo en desarrollo, podrían acceder libremente a aplicaciones no desarrolladas por Facebook.
Hay quien habla de un “capitalismo de plataforma”, una transformación del modo en que se producen, se comparten y se suministran los bienes y servicios. En vez del gastado modelo convencional, de empresas que compiten por los clientes, surge unmodelo nuevo, más participativo y aparentemente más horizontal, en el cual los clientes se contactan directamente unos con otros. Con un smartphone en el bolsillo, las personas pueden hacer cosas que antes requerían de una serie de instituciones.
Esa es la transformación que estamos presenciando en diversos sectores de la economía: las compañías de taxis solían transportar pasajeros, pero Uber conecta a automovilistas con potenciales pasajeros. Los hoteles solían ofrecer servicios de hospitalidad, hoy Airbnb conecta anfitriones con huéspedes. Y la lista continúa: incluso Amazon conecta a los libreros con compradores de libros usados.
Las diferencias con el viejo modelo son fáciles de detectar. Primero, estas empresas tienen valuaciones extraordinarias pero balances sospechosamente flojos: Uber no necesita emplear conductores y Airbnb no necesita ser dueño de casas. En segundo lugar, en vez de ajustarse a un código preciso que explicite los derechos de los clientes y las obligaciones de los proveedores del servicio –la piedra angular del Estado regulador moderno– los operadores de plataformas se basan en el conocimiento generalizado que los participantes tienen del servicio, confiando en que el mercado tarde o temprano castigará a los que se porten mal.
En la utopía libremercadista de pensadores como Friedrich Hayek –santo patrono de la economía del compartir– nuestra reputación, además, reflejaría lo que otros actores del mercado piensan de nosotros. Así, si uno es un cliente desagradable o un conductor maleducado, todos lo descubrirán pronto, y ya no hacen falta las leyes específicas para vigilar su conducta.
Lo bueno, según Hayek, es que una vez que nuestras normas cambien –lo que se consideraba despreciable hace 50 años hoy sería perfectamente aceptable– nuestras reputaciones reflejarían esos cambios de inmediato. Al contrario, las leyes tardan en ser modificadas.
Pero en realidad, ese mercado de reputaciones perfectamente líquido y dinámico no se ve en ninguna parte. Un reciente juicio en EE.UU. pone de relieve su ausencia. Conductores de Uber fueron acusados de discriminación a personas discapacitadas porque se negaron a subir sus sillas de ruedas al baúl. Se podría pensar que las leyes antidiscriminación que se aplican a los taxis también rigen para Uber. Pero esta startup dice que tiene políticas antidiscriminatorias, y que no es una empresa de taxis, sino una tecnológica, una plataforma.
Aquí, claramente falta un mecanismo de retroalimentación para asistir a los pasajeros discapacitados: para eso sirven las leyes de protección al consumidor.
Mientras que Uber utiliza su condición de plataforma como protección contra acciones legales, Facebook la usa como un artilugio publicitario. Así, hace poco sostuvo que “internet.org” es una “plataforma abierta”. Lo cierto es que es cualquier cosa menos abierta: Facebook sigue decidiendo qué aplicaciones acepta y qué no.
En una cultura obsesionada con la innovación –y la nuestra es un perfecto ejemplo– que Facebook adopte la retórica de la plataforma tiene sentido. Los detractores de internet.org podrían tener razón en cuanto a que el proyecto se ha desviado de los ideales de neutralidad en la Red pero, a la larga, a Facebook le gustaría que creyésemos que eso realmente no importa: una plataforma, al menos en teoría, es un lugar donde ocurre la innovación no planificada ni predecible. ¿Qué más se puede pedir? En una batalla entre la justicia y la innovación, esta última siempre gana.
Pero la propuesta de Uber a los taxistas de Seúl plantea interrogantes verdaderamente interesantes. ¿Qué es lo que la plataforma de Uber ofrece que los taxis tradicionales no puedan obtener en otra parte? Básicamente tres cosas: infraestructura de pagos; infraestructura de identidades para detectar pasajeros no deseados; e infraestructura de sensores, presente en nuestros smartphones, que rastrea la ubicación de vehículo y cliente en tiempo real. Estos aspectos poco tienen que ver con el transporte: son el tipo de prácticas periféricas que las empresas de taxis tradicionales nunca tuvieron en cuenta.
Sin embargo, con la transición a la economía basada en el conocimiento, estos periféricos dejaron de ser periféricos: están en el centro mismo de la prestación. Hoy, cualquier proveedor de un servicio, incluso un proveedor de contenidos, corre el riesgo de convertirse en rehén del operador de la plataforma, la cual, al agregar todos estos periféricos y agilizar la experiencia, pasa repentinamente de la periferia al centro.
Hay una buena razón de por qué tantas plataformas tienen su base en Silicon Valley: los principales periféricos hoy son los datos, los algoritmos y la potencia de los servidores. Y esto explica por qué tantos editores de renombre se asocian con Facebook para que les publique sus historias en una nueva herramienta llamada Instant Articles. La mayoría de ellos no tiene el know-how y la infraestructura para ser tan veloz y versátil como Facebook para presentar los artículos adecuados a la gente adecuada en el momento adecuado.
Pocos sectores podrían no verse afectados por la fiebre de la plataforma. Lo no dicho, sin embargo, es que la mayoría de las principales plataformas actuales son monopolios, montados sobre los e fectos de red de operar un servicio que se vuelve más valioso cuanta más gente lo utilice. Por eso es que pueden acumular tanto poder; Amazon tiene constantes luchas de poder con las editoriales, pero no hay otra Amazon a la que puedan recurrir.
Capitalistas de riesgo como Peter Thiel quieren que creamos que esta condición de monopolio es una característica, no un problema; si estas compañías no fuesen monopolios, jamás tendrían tanto dinero para gastar en innovación.
Pero esto no aborda el interrogante de cuánto poder debemos ceder a estas empresas. Una industria editorial gobernada por Amazon y Facebook podría introducir montones de innovaciones, pero ¿hay alguna garantía de que realmente produciría artículos o libros significativos?
Una forma segura de mantener bajo control a las plataformas es evitar que se apropien de todos los periféricos adyacentes. Asegurarnos de que podemos mover nuestra reputación –así como nuestro historial del explorador y un mapa de nuestros contactos sociales– entre plataformas sería un buen comienzo. También es importante atender a otras partes más técnicas de las nuevas plataformas –desde servicios que pueden verificar nuestra identidad hasta nuevos sistemas de pago o sensores de geolocalización– ya que una infraestructura genuina (que garantice que todos puedan acceder a ella en los mismos términos no discriminatorios) también es muy necesaria.
La mayoría de las plataformas son parasitarias: se alimentan de relaciones sociales y económicas ya existentes. No producen nada por sí solas, reorganizan las piezas desarrolladas por otro. Dadas las enormes –y casi nunca gravadas– ganancias que obtienen esas corporaciones, el mundo del “capitalismo de plataforma”, pese a toda su retórica estimulante, no difiere tanto de su predecesor. Lo único que ha cambiado es quién embolsa el dinero.
(c) The Guardian